Volver a empezar, encender otro cigarro, poner una nueva cafetera, abrir el periódico otra vez. Los días tienen esos rituales intímos para millones de personas que no se reconocen entre sí. Estados de un mundo que cambia tan rápido que cuesta pararse a pensar. Sociedades fabricadas durante siglos que mutan en cada instante. Unos golpes en el teclado y estás hablando con personas a miles de kilómetros, un sonido en el teléfono da paso a una voz de otro continente. Girar, girar y girar.
Mientras tanto en más lugares de los que nuestras cabezas puedan abarcar, la realidad es un tiempo estancado. Un agua mansa que espera una corriente de viento, un desierto de arena en el que no hay más nubes que las del polvo.
Los contrarios que conviven sin rozarse. Lugares habitados por gentes dispares, unas creando necesidades para poder vivir, otras intentando que las necesidades desaparezcan para seguir viviendo. Los opuestos que no conviven, la información que crea realidades a medida, demasiadas fotos fijas para crear el movimiento. El mundo cada más conectado y más divergente. Nueva York y Mali, kilómetros de separación, las mismas lágrimas, parecidos pesares.
En la geografía humana, no esa de pirámides de población, sino la de rostros sin nombre, los instintos, las creencias, las alegrías que duran un instante y las pérdidas que duran una vida entera, arraigan a los hombres a la misma tierra que es el origen de todos.
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